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"Tiempo I – Nacimiento - Corre el año 1937 y en una casa de la Caracas de esa época se escucha la radio donde estaban transmitiendo “El Hijo Pródigo de Catia”, una radio novela con las voces de María Cristina Lozada, Eulalia Siso y Hernán Marcano.
Esta historia cuenta el nacimiento de un niño que nació en el hogar de los Cabrujas y que estaba destinado a ser alguien “grande” en la historia de Venezuela, porque así lo decretó su madre, Matilde Lofiego, ya que era un niño nacido en Democracia, un 17 de julio de ese año, luego de la muerte del general Juan Vicente Gómez y eran los tiempos del general Eleazar López Contreras.
José Ramón, el padre de aquella criatura – al que llamarían José Ignacio – dijo que su primogénito estudiaría en el mejor colegio de la época: el “San Ignacio de Loyola”, ubicado para ese entonces en la esquina de Mijares, en los edificios donde funcionaron el Hotel Caracas y el Hotel París. Para ese entonces la población estudiantil era de 120 alumnos. En 1924 se extendió hasta la esquina de Jesuitas, ocupando la casa del presidente Andueza Palacios.
¿El dinero?, no importaba, porque para lograr ese cometido, el padre orgulloso estaba dispuesto a “doblarse el lomo” para lograr que los políticos gordos entraran en los trajes que él les confeccionaría.
Como parte de las leyendas urbanas que se tejen sobre algunos personajes, una tiene que ver con el apellido original de los «Cabruja», así sin S, y que fue cambiado por el ahora conocido “Cabrujas” durante su paso por el Teatro Universitario (TU), “la confusión surge por parte de un periodista que publicó una nota sobre la actuación de Cabrujas en el TU, agregando la «S». Al parecer al joven actor le agradó y decidió seguir usando la «S», por lo que pasó a ser conocido como «José Ignacio Cabrujas»”.
José Ignacio Cabrujas trascurrió su niñez, a partir de los tres o cuatro años, entre su formación diaria en Catia, en la plaza “Pérez Bonalde”, junto a Jacobo Borges, y la educación de los jesuitas. Se dice que “era un niño miope, de anteojos espesos, pelo rizo, muy tímido, con una gran imaginación, que convivía con las putas que se exhibían frente a los bares, bajo la luz de bombillos violetas, con peloteros bebedores de cerveza, cinéfilos, mecánicos, timadores y músicos de la calle. Pero en contraste con esa realidad que vivía en la puerta de Caracas, estudiaba en el mejor colegio de la capital, al lado de los hijos de aristócratas como su compañero Henry Lord Boulton”.
Su vocación, la descubrió leyendo “Los Miserables” de Víctor Hugo; entre llantos declaró su amor a ese oficio de escritor, a la posibilidad de conmover a través de la prosa. Se dijo: “Esto es lo que yo quiero hacer en la vida; que estas letras, estas páginas, me hayan producido toda esta emoción es un milagro; yo quiero formar parte de ese milagro”, de acuerdo al libro “Catia en Tres Voces” de Milagro Socorro (1994) (p. 79).
Fragmento del artículo original publicado el 16 de Julio 2012 en el Diario de Caracas.
"ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario,
contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata
del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era
sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y
mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de
organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la
vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo
hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo.
Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul
oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados
en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con
ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular
izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio
de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal.
Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y
el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte.
Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta
terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había
previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y
resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado,
en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves
indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a
las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.
La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la
mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en
la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya
hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos
vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en
el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una
punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero
inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora
sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente
tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el
margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los
de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos
guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no
olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había
salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se
había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el
hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de
una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó
como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó
con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista,
arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La
florista lo sorprendió.
— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro
de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del
Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas
por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo."
Extracto tomado del libro "Doce Cuentos Peregrinos por Gabriel García Márquez.
Escritores Famosos
"Cuando Hugo Chávez ganó las elecciones, Arismendi nos citó a todos en la biblioteca. El martes en la noche en la biblioteca, dijeron que dijo. Arismendi dirigía el taller de narrativa en la Escuela de Letras de la Universidad Central. Era flaco y alto, no huesudo, que es lo que sigue cada vez que alguien describe a un flaco alto. Arismendi tampoco fumaba. Ni tenía éxito entre el alumnado. Ese semestre, en el taller, nos habíamos inscrito diez estudiantes y, ya para ese martes en la noche, sólo quedábamos seis.
—¿Ustedes quieren llegar a ser escritores famosos? —preguntó.
Nadie supo qué contestar. Nadie supo a qué venía la pregunta. Jorge y yo nos miramos, como desdoblando una duda. Creo que en el fondo estábamos intimidados. Éramos unos renacuajos de 18 años, sin demasiadas experiencias, un apenas que se estrenaba en la universidad. Y, sin embargo, Arismendi insistió: ¿quieren o no quieren ser escritores famosos? Dijimos que sí. Como niños a los que se les pregunta si saben qué es un coleóptero. No queríamos quedar mal."
Tomado del libro Crímenes de Alberto Barrera Tyszka.
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Julio Cortázar.
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
Julio Cortázar.
Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente, esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
-Acerca del autor-
Roberto Bolaño (Santiago, 28 de abril de 1953 – Barcelona, 15 de julio de 20031 ) fue un escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999.